(Tiene un mensaje nuevo, mensaje número siete, recibido hoy a las diecisiete y cuarenta minutos):
- Mamá, por favor, sé que estás ahí, y también sé que ya controlas perfectamente el teléfono nuevo y el contestador. Te pido que nos hagas caso con este asunto. Papá agradecería que entres en razón. Carlos no va a poder ir porque tiene un viaje de trabajo, y los niños... bueno, tienen mil planes, pero yo llegaré mañana por la tarde. Hemos llamado a la funeraria más cercana, está a unos pocos kilómetros y dicen que ellos se encargan de todo, las flores, una música tranquila, incluso algo de picar y una estancia para nosotros solos. He visto fotos, es muy moderna y tiene buenas valoraciones. Ahí podrá ir todo el que quiera despedirse. No hay razón para tener que hacerlo en casa... en fin. Llámame cuando oigas esto.
Mientras el pitido del contestador rebotaba en las paredes del comedor, Celinda volvía la mirada a su marido, era la hora del 'parte' y eso es algo que él nunca se perdía.
- Vaya, los Reyes han estado en casa del paisano Delibes, el Premio a los Valores Humanos dicen que le han dado, qué gran figura este Don Miguel. A los valores humanos... fíjate cómo andamos Antonio -le decía mientras le calzaba con paciencia los zapatos- ya dan premios por ser buena persona. Y cómo te gustaba a ti todo lo que escribía siempre de la caza. Siempre tan humilde y tan 'de aquí'. Buen hombre este Delibes.
Volvió a sonar el teléfono sin tregua, Celinda contaba los pitidos hasta que dejase de sonar, era insufrible aquel aparato, tan insistente como la bocina del panadero por las mañanas.
(Tiene un mensaje nuevo, mensaje número ocho, recibido hoy a las veintidós y doce minutos):
- Mamá, me tienes de los nervios. Mira, los niños no van a poder ir, pero yo he adelantado el viaje y llegaré por la mañana, como no me dices nada he contratado el servicio de la funeraria y van de camino. Lo siento mamá, pero ¿a quién se le ocurre velar en casa? eso ya no se hace, por favor, y ¡qué pensarán todos!. En fin. Espero que estés preparada cuando lleguen, a papá lo pueden arreglar ellos, no te fatigues a lo tonto. Llámame enseguida.
Sonó el pitido y Celinda continuó con su tarea. La corbata del bautizo del primer nieto, esa le quedaría perfecta, pensó. Mientras le colocaba la camisa con sumo cuidado recordó a su madre, las oraciones de sus tías como un mantra rebotando en las paredes donde ahora lo hacía el contestador, y el silencio cálido y acogedor de esa misma estancia el día que tuvieron que despedirse de su padre.
- Y vino el cura, claro, un verdadero consuelo. Ahora tiene tantos pueblos que solo nos toca dos veces al mes- se lamentó Celinda suspirando hondamente y persignándose.
De repente un vehículo aparcó en la calle y llamaron a la puerta, dos golpes secos, y una voz de hombre firme y decidida:
- Señora venimos de la funeraria, ábranos por favor, nos llamó su hija varias veces y, además, tenemos otro encargo y ya vamos tarde.
¿Tarde? - susurró Celinda- tarde para qué, hasta en el final tienen estos jóvenes prisa.
Terminó de colocar con gran dedicación la chaqueta a su marido, le repasó con el peine una vez más el escaso pelo que tenía. Levantó sus brazos inertes y los puso sobre el pecho con suavidad y pensó que la alianza no relucía, se la quitó para sacarle brillo y cuando terminó hizo lo mismo con la suya. Mientras levantaba la mano del cuerpo para sostener su dedo anular, por segunda vez en la vida, se distrajo mirando a la estancia, pensó que realmente sobrarían sillas. Coronando la habitación solo unos recuerdos de las comuniones y algunas fotos familiares sobre el aparador, la horrible porcelana de regalo de bodas de sus tíos y la Biblia haciendo contrapeso de algunos libros viejos y una enciclopedia desgastada.
La puerta seguía bramando y ahora otra vez el horrible pitido del contestador, pero Celinda se acomodó a su lado, sonrió a su marido y sujetó su mano con fuerza, la que estaba más cerca del corazón.
- Antonio, mi vida, ¿has visto? somos la resistencia.
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