sábado, 27 de septiembre de 2014

La otra mitad

- Puede que cuando vuelvas ya nada sea igual, que todo esté perdido, que ni si quiera yo esté aquí.
-Ese es un riesgo que quiero correr, me concentraré en pensar que las cosas cambiarán porque así debe ser.
No miró atrás, no lo hizo ni por curiosidad, ni por almacenar la fatídica imagen, la de verlo por  última vez, esa que se repite en las películas, la que se graba en la retina prometiendo volver una y otra vez a torturar la memoria y a anudar los sentimientos. No lo hizo, ni una vez.
Con el ridículo fardo a cuestas alzó el vuelo un cuatro de mayo. Sin rumbo, sin tiempo, con un objetivo. Con la firme esperanza de encontrar aquello que creía merecer, lo que le era suyo por derecho propio.
Mientras caminaba aquel domingo hacia la estación pensaba en él, en aquel hombre que dejaba, el que la había seguido trece calles corriendo, dando razones, alargando motivos con el aliento que le quedaba de correr, jadeando piropos, suplicando oportunidades. Él era un hombre bueno, comprensible, dulce, temeroso y educado. Incluso se diría que era guapo, “uno de esos que sólo se encuentran cada mil kilómetros” decían por ahí. Ella pálida, lánguida, “rara” como susurraban en las esquinas y ventanas con cortina y mironas, esa chica que no habla, o la que habla demasiado con él, con el “encanto” que dejaba atrás. Mientras buscaba su vagón pensaba en que gracias a él ahora iba a emprender este camino, que sus palabras e intención habían despertado en ella las necesidades que se presuponen en una mujer de su edad. Y entonces comenzó a leer, a leer y releer y supo que la oportunidad debía estar allá afuera, lejos de lo que ya conocía, que debía propiciar el encuentro, empujar la existencia de “esa primera vez” y recordarlo para siempre. Miró los vagones vacíos, había llegado pronto, se sentó en uno que daba a la ventana junto a la cabina de los billetes, en ella había un hombre con la gabardina acostada en el brazo derecho, alargando unas monedas a la señorita de la taquilla con unas manos infinitas y firmes. Sólo le veía de perfil, pero le valía para ver una sonrisa que dejaba embobado a cualquiera con ojos en la cara –pensaba. Después se dio la vuelta y con un “gracias y hasta luego”, que supo leer perfectamente de sus labios, salió de la taquilla, cogió el paraguas del paragüero y se encaminó al andén. Miraba el billete y miraba a las puertas. Preguntó al maquinista y por suerte subió a su mismo vagón. De frente y de lejos imponía, era tan alto como aquel que dejó plantado en la entrada de la estación, guapo también pero de otro estilo, quizás más rudo y con aire confiado. No tendría muchos más años que ella, pensaba. No estaba casado, no llevaba anillo ni marca alguna de pertenencia a ninguna mujer o dudoso grupo social. Lanzó la gabardina al asiento de su lado. ¡Qué bien le quedaría esa gabardina al que corría tras ella por todas las calles del pueblo! –pensó. ¡Pero eso qué más da! sólo dos filas les separaban y ella contuvo el aliento. ¿Sería este ese momento? ¿El que dicen que pasa cuando encuentras tu media naranja? Era quizás ese preciso momento el que cambiaría su vida. Proyectaba imágenes de futuro muy deprisa, decidía de que ciudad provenía aquel caballero, la misma en la que ella bajaría del tren, después de un viaje cargado de conversación y miradas sin cortes saldrían juntos de aquel vagón, él la sujetaría el fardo mientras ella descendía por las escaleras. Después huirían del pasado en un taxi rumbo a su nueva vida, a su casa de enormes ventanales, con sus perros de nombres inusuales, a completar su naranja… Soltó el aire, era un suspiro fuerte, pensó que él se daría cuenta y todos los músculos del cuerpo se le tensionaron a la vez, pero él carraspeó sin ni si quiera percatarse de su existencia. Estaba leyendo el periódico, habían pasado cosas muy interesantes esa semana en el país, estaría concentrado. A ella le gustaba que la gente supiera de todo y que se lo contasen, le gustaba escuchar y pensó en los domingos como aquel, con un caballero como aquel, leyéndole el periódico en alto, susurrando la actualidad en la cama…
Volvió de sus devaneos, regresó y miró el reloj, ya era la hora de partir y ni si quiera el tren había dado aviso, no había nadie más en aquel vagón. Era una señal, la señal de que ese momento llegaría, quizás al arrancar, dejando atrás los árboles del camino, alejándose de él…
Él, aquel chico que inexplicablemente había puesto sus ojos en ella, el que consideraba su amigo. Ese chico que le sonreía todas las sonrisas, que le mostró con un solo beso la necesidad de enamorarse, de vivir por alguien.
-       ¿Tú sabes lo que es la media naranja?
-       La mitad de una naranja, no te rías de mí, ya sabes que no leo mucho.
-       Claro, exacto, es la mitad de una, la mitad de una vida. La vida de dos medias naranjas que se encuentran y se dan cuenta de que encajan a la perfección.
-       ¿Es así el amor? ¿Es necesario encontrar a la otra mitad? ¿Y si no la encuentras nunca? ¿Cada uno tenemos solo una media naranja? Y ¿Cómo sabemos quién es?
-       Bueno, bueno, ¡qué interés! El amor es así y de otras muchas formas. Claro que es necesario encontrar a la otra mitad, a veces incluso pasan por tu vida varias mitades intentando encajar. Siempre se encuentra, pero sólo si se busca o si estás dispuesta a dejarte encontrar. Hay quien dice que tenemos muchas medias naranjas, yo creo que cuando la tienes delante lo sabes, nada más.
Invadiendo el espacio de ella la besó, como las ramas de los árboles acarician el cielo, momentáneamente, con todo el corazón, pero sin respuesta. Ella le dio las gracias y como si el tiempo corriese el doble de rápido en su reloj se refugió en casa, recopiló viejos libros, novelas románticas, artículos de revistas… y no volvió a salir hasta aquel cuatro de mayo.
Sacudió la cabeza tras rememorar aquella conversación y volvió a fijar su mirada en aquel caballero de la gabardina, el del no anillo, el de la sonrisa bonita, el gesto rudo y el periódico. Estaba decidida, el tren no acababa de salir y ella sabía que toda aquella locura era por algo, que el camino que había emprendido tenía un motivo, que aquel era su momento y que si el tren no partía habría alguna razón. Tenía que ser ella la que pusiera en marcha su vida. Cogió el fardo de ropa, se ajustó la chaqueta y retiró tras los hombros la melena, se mojó los labios torpemente y aclaró la voz. Si era él sentiría algo, ese estruendo en el cuerpo del que hablan en los libros, capaz de poner en marcha el mismísimo tren.
Avanzó las dos filas de asientos, se sentó lentamente frente a aquel hombre y le preguntó:
-       Disculpe que interrumpa su lectura, pero ¿puede contestarme a una pregunta?
-       Son las seis en punto si es lo que quiere saber.
Ni si quiera la miró a los ojos cuando respondió de aquella forma.
-       ¿Cree usted en que cada uno tenemos una media naranja?
Levantó la mirada por encima del periódico, clavando sus ojos negros en los esperanzados ojos verdes de ella. Y de repente lo supo, lo sintió. Cuando aquel señor iba a mover los labios para contestar con un gesto poco amigable se estremecieron sus piernas y como empujada por un vendaval de emociones recogió su fardo, le dio las gracias y salió corriendo por el pasillo, al enfilar la puerta del vagón sonó el temible aviso del tren. Avanzó de un vagón a otro buscando a alguien que parase aquello, necesitaba salir corriendo, correr como nunca, por lo menos trece calles. ¿Aquel tren iba a alguna parte? Estaba vacío y sin embargo avanzaba. ¿Sería así su vida ahora?, pensó. Era ese su camino, soledad hacia ninguna parte.
Descompuesta y con la sonrisa enterrada en el último vagón se desplomó sobre su cuerpo, haciendo rebotar el corazón, golpeándose con una realidad que no contemplaban los libros.
Y lo oyó, escuchaba avanzar unos pasos tras de sí, arrastrando un poco una pierna. ¡Qué incomodo es aquel sonido! ¡Él lo hacía sin parar!
Una mano fría en la espalda, se le congeló el corazón y allí estaba él, frente a ella, con la conmoción de la que solo es capaz de escenificar el tiempo. Su mano paralizó el momento y su corazón no latía ya.
El rostro de él estaba empapado, en sudor, en lágrimas, en inútil esperanza.
-       Tu no podías dejar escapar tu tren, yo tampoco- le dijo él en un suspiro.
-    Así es como decían que sería, solo un momento, solo una vez, y con un estruendo atronador dentro  del cuerpo, capaz incluso de hacer parar un tren…
Se besaron como los árboles besan el cielo cuando llega el vendaval, con furia y sin remisión, desafiando al aire y jugando con él para llegar más lejos.
Aquel cuatro de mayo pasó algo extraordinario, no sabían si eran la media naranja del otro, ¡qué iban a saber! pero, desde luego, se habían encontrado.

"Con qué tersa dulzura
me levanta del lecho en que soñaba
profundas plantaciones perfumadas,
me pasea los dedos por la piel y me dibuja
en le espacio, en vilo, hasta que el beso
se posa curvo y recurrente
para que a fuego lento empiece
la danza cadenciosa de la hoguera
tejiédose en ráfagas, en hélices,
ir y venir de un huracán de humo-
(¿Por qué, después,
lo que queda de mí
es sólo un anegarse entre las cenizas
sin un adiós, sin nada más que el gesto
de liberar las manos ?)"
JULIO CORTÁZAR

* Pintura de Rene Magritte, "Los Amantes", 1928





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