2º premio del concurso de relatos cortos de la Universidad Europea Miguel de Cervantes. Bajo el tema: "Solidaridad intergeneracional y envejecimiento activo"
Evaristo
era uno de esos chavales inquietos por
vivir, saltarines a tiempo completo, soñadores de día, vigilantes de la noche. En la más dulce efervescencia de
la juventud tenía dos cosas claras: no dejar de correr y ser más rápido que
nadie. Si bien parecían dos cosas muy similares eran del todo distintas para
Evaristo. Cuando bajaba al terreno con su padre tenía que ser más rápido que
nadie, acabar temprano para ser el primero en marcharse a casa, lavarse y bajar
al bar con los amigos; no dejar de correr respondía a una inquietud bien
aprendida que su abuelo materno se había encargado de enseñarle: “para llegar el primero o para huir cuando
sea necesario no dejes de correr”, y eso
hacia Evaristo, no dejar de correr. Emiliana y las de la trasera, como llamaba
su madre al altavoz popular formado por las ancianas de la plaza, siempre
exclamaban aquello de: ¡Evaristo hijo te vas a romper la crisma!, a lo que
Evaristo contestaba: ¡Que va, siempre me dicen ustedes lo mismo!
Sabía
Evaristo lo que era llegar el primero cuando un 23 de abril llegó al terreno
con la primera luz del alba, a sabiendas de que si alguien había más rápido que
él ese era su padre. Entró en el cobertizo y los aperos estaban allí, intactos,
colocados como la jornada anterior, se extrañó entonces y se acercó al pozo. Allí,
inerte, arropado por el dulce vaivén de las espigas estaba su padre, no
respiraba y sin embargo sonreía, el sol le bañaba la cara y esa fue la última
vez que le vio.
Como
Evaristo era el primero de cinco hermanos fue el primero en leer el testamento,
en asumir su futuro y en madurar de repente. Los años que sucedieron a este día
se cuentan por cosechas, siembras y fiestas patronales, alguna maratón popular,
la hija del alcalde, tres hijos sanos y kilómetros y kilómetros de tierra
recorrida a la carrera, siendo el más rápido ya de la región.
Por
ser capricho o desdén de la vida, un 23 de abril Evaristo llegó al terreno,
sonriente, de camino al pozo que fue la última visión de su padre. Llevaba las
flores de todos los años, las que años atrás y cada 365 días depositaba su
madre junto a aquel lugar. Las espigas parecían las mismas que entonces,
doradas y altivas entre un manto amarillo y tupido, que más parece manta de
invierno que campo en primavera. Depositó las flores y echó a andar camino al
cobertizo, estaba cansado, además esa noche tenía cena en la casa de Víctor y
su última esposa, fruto de una noche de fiesta mal administrada y de la
repentina huída a la ciudad de la novia de toda la vida. Mientras pensaba en la
noche que le esperaba y rememoraba las aventuras de su amigo Víctor, oyó unos
disparos lejanos, provenían sin duda del coto de caza que lindaba con sus
tierras, le ponía los pelos de punta aquello, si su padre levantase la cabeza
no lo consentiría. El coto estaba demasiado cerca del cobertizo y cuando se
abría la veda les prohibía a los chicos bajar. Oyó un disparo cercano y
entonces lo notó, un calor abrasador en su pierna derecha le hizo arrodillarse
bruscamente, el horror vino cuando la sangre cubrió el amarillo de las espigas
y después no pudo ver nada más, negro y sombras, gris total.
La
vida de Evaristo no fue igual en los 30 años posteriores, el dorado sol de sus
retinas se tornó en sombría monotonía acompañado de una chirriante silla de
ruedas que apenas veía la calle. La ventana del salón su visión del mundo,
siempre desde la misma perspectiva y así un año encima de otro, convirtiendo su
vida en una cuesta insalvable y tediosa.
Rebuscando
en las viejas cajas del desván Evaristo encontró algo que creía haber olvidado
hace muchos años, su cuaderno con todas las pastas cubiertas con aquella frase:
“para llegar el primero o para huir
cuando sea necesario no dejes de correr”. Las lágrimas no le dejaron leer
más y como si de una inyección de vida se tratase Evaristo se levantó de la silla,
su lesión no le había impedido del todo, fue su tristeza la que no le dejaba
andar. Primero fueron unos tímidos pasos, después largos paseos hasta el pozo,
al año siguiente, como si de un milagro se tratase, Evaristo corría como si no hubiese pasado el tiempo ni
una bala hubiese roto los últimos 30 años. Ya no era Emiliana y las de la trasera,
ahora los chavales le gritaban: “Evaristo estás loco, te vas a romper la
cadera”, él sonreía y contestaba: “para llegar el primero o para huir cuando
sea necesario no dejes de correr”. Algunos niños le seguían donde fuera, aunque
no tuviera un rumbo fijo. Los pocos años restantes de la vida de Evaristo
hicieron que su historia sea tan grande como el camino recorrido en toda su
existencia. Dedicó su tiempo a los ancianos impedidos y enseñó a los niños a
correr, los chavales ayudaban a los más mayores y se retaban entre ellos a
largas carreras. De vez en cuando se organizaban maratones populares en las que
Evaristo siempre era el más rápido. Cuentan las del altavoz popular que nunca
se vio en la región muestra tal de superación y perseverancia, cuando un chico
corre por las calles del pueblo se dice: “otro Evaristo” con una media sonrisa
que hace recordar a aquel que siempre fue el más rápido, que siempre llegó el
primero.
Segundo premio? Una vez más creo que debería haber sido "el primero". (jaja) ENHORABUENA!!! ;)
ResponderEliminarhttp://www.youtube.com/watch?v=WKAvf3YBKQ0
ResponderEliminar