http://salpimientayotroscondimentos.blogspot.com/2010/05/la-tierra-prometida.html
-Martín estaba allí, de eso estoy seguro.
Desorientado y aturdido, Carlos se recuperaba de su tremenda caída. Por el recorrido de las pequeñas rocas que se habían desprendido y el enorme dolor de su cuerpo, suponía que resbaló desde lo alto y con él toda la fortuna del mundo.
Se levantó, maldijo su suerte cuatro o cinco veces más y comenzó a reunir sus escasas pertenencias: la pequeña navaja multiusos que los gemelos le habían regalado el día del padre, una cantimplora vacía, caramelos de café y en su mente todas aquellas cosas que dejó olvidadas…
-¡Martín, Martín! – como respuesta solo su voz lejana, repetitiva y tan vacía como sus expectativas.
¿Cómo había llegado allí? Los árboles, altos, terriblemente altos no le permitían ver el sol; el camino sinuoso, repleto de obstáculos le hacía la caminata más tediosa y agobiante. Se sentó, en un tronco volcado sobre miles de hojas que el viento quiso despojar de aquel cansado árbol y recordó: “atravesábamos un pequeño sendero a escasos kilómetros del inicio del camino, Martín le contaba a un hombre, que habíamos conocido en el pueblo, que semanas atrás hicimos un curso de senderismo y orientación, regalo de Marisa y Lucía, atraídas por la idea de que disfrutásemos de un par de días de nuevos retos o más bien por el hecho de librarse de sus maridos un fin de semana. A una hora de iniciar la marcha me di cuenta de que no llevaba la navaja de los gemelos, y en un acto de imprudencia y estupidez absoluta decidí volver al coche, acordando encontrarme con ellos en la primera parada que teníamos estipulada en el viaje. Lo siguiente que recuerdo es el dolor de la caída, y supongo que llegué hasta el coche sin problema antes de retomar mi camino porque aquí tengo la navaja”
El agujero más profundo de aquel paraje le recibía en todo su esplendor: caminos trazados por sus pies, nunca antes pisados… animales curiosos, escondidos, observando inquietos aquella nueva presencia; árboles tan inmensos y tupidos que simulaban un perfecto techo digno del palacio de la Madre Naturaleza; ruidos indescriptibles y ¡Dios sabe que más!
Pensaba en Lucía, en los niños, en Martín… era demasiado pronto para que alguien notase su ausencia y muy tarde para encontrarle allí. Agotado y confuso, la noche le iba atrapando y le pudo, y durmió durante horas. A la mañana siguiente algo le hizo sobresaltarse, saliendo de una pesadilla horrible que se había hecho realidad en un abrir y cerrar de ojos. Oyó moverse algo en los arbustos, era un animal o una persona, se levantó como alma que lleva el diablo y corrió, tan rápido como pudo, persiguiendo una sombra más ligera que él. Se detuvo ante un hermoso claro en mitad de la nada y como en un sueño, vio un magnífico ciervo mirándole al otro lado de un pequeño lago. Era tan hermoso y tan oportuno que se echó a llorar. El ciervo se fue y Carlos lloró mientras sus labios tocaban el agua que recogía con sus sucias manos. Con renovadas esperanzas siguió caminando sin saber hacia dónde se dirigía y como su propio eco unas palabras regresaron a su cabeza:
- “Entonces este tipo de planta se puede comer en esa zona, sus frutos son saludables y su dulzura aportan la energía necesaria para sobrevivir varios días”
Recordó también que esos frutos pertenecían a un pequeño árbol de apariencia poco atractiva, que crece cerca de lugares húmedos. Caminó incansable y lo vio, aquellas perlas rojas colgando de unas ramas que se le antojaban demasiado endebles para soportar ese fruto. Sacó la navaja del pantalón, la abrió y leyó: “Papá, para que en los momentos más adversos encuentres una solución”, una sonrisa inmensa cruzó por su rostro.
Las hojas perfectamente acumuladas en un hoyo, que como por obra de la casualidad se había formado en el suelo, le servían de confortable colchón; los frutos alimentaban su esperanza, el agua fresca le mantenía atado a la realidad, los pequeños animales y los grandes señores de la noche le visitaban en las sombras y con sus ruidos se sentía acompañado. Aprendió a jugar con los escasos rayos de sol que penetraban en aquel lugar, buscándolos al amanecer y despidiéndolos al final de la jornada…
Días después, se despertó, en su confortable hoyo, soñando con el ciervo que le guiaba y escuchó pasos azarosos y voces que se acercaban:
- ¡Carlos, Carlos! ¡Estás vivo, gracias a Dios!
Abrió los ojos, sintió como le levantaban varias personas del suelo, notó como se le llevaban de allí. No escuchaba sus voces, solo pensaba en aquel lugar, en el que había sido su refugio tantas horas, en esa naturaleza dulce y sabia que le salvó la vida y se había convertido en su hogar…
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