martes, 22 de julio de 2014

Inmortales

Intentaba enumerar los días que había estado allí, contando el primero, cuando las personas eran también en blanco y negro, y ahora el último con un cierre inminente, con una fiesta y un reconocimiento. El cine del pueblo cerraba sus puertas. Las grandes salas de la ciudad, a menos de 30 minutos de distancia eran unas duras competidoras para este pequeño proyector de sueños que sumaba por décadas sus historias. Antonio nunca pensó en esto y así parecía mientras colocaba minuciosamente las últimas películas proyectadas en abril. Comenzaba ahora el inventario para la donación de estas cintas a la Casa de la Cultura. Antonio pensaba que no existía mejor forma de mostrar el arte del cine que reproduciéndolo, quieto en una estantería parecía que también se consideraba arte. Imágenes congeladas dentro de un carrete. Absurdamente estático.
Últimamente se había dedicado a los actores fallecidos, sus últimos pases rememoraban películas de los grandes del cine americano que iban desapareciendo del mapa uno a uno. Lo había titulado “Inmortales”, puesto que si bien los personajes son imperecederos, los actores que los representan también. Para Antonio siempre existía una razón transcendental a todas las cosas, explicaciones cargadas de poesía, decía su mujer, -demasiada poesía- repetía mientras entornaba los ojos en señal de reprobación.
El último pase sería ese sábado, el cine estaría abierto para todo el pueblo, autoridades locales, algún periodista de la zona y grandes amigos. Le otorgarían la medalla de la localidad por la contribución a la cultura. No estaba especialmente orgulloso, Antonio creía que cuando uno hace lo que le gusta no significa ningún mérito. Así lo aprendió de su antecesor, un anciano sin familia que le cuidaba las tardes mientras sus padres trabajaban. Le dejaban en la trastienda del cine y ayudaba a colocar y enrollar películas, no hablaban mucho pero nunca olvidó las dos frases que repetía constantemente aquel buen hombre: “Ava Gardner es el animal más bello del mundo, ese apodo se lo puse yo el último verano que estuvo en España pero todo el mundo te dirá que estoy loco”  y también lo de: “cuando creas que el cine no puede sorprenderte dale una oportunidad a aquella cinta a la que nunca dedicarías tres minutos”. Repetía esas sentencias una y otra vez, murió pocos años después, cuando Antonio contaba con 17 años y la experiencia suficiente para hacerse cargo de aquel lugar.
-          Antonio, recuerda que el acto se celebra a las 19:00 horas del sábado, hemos pensado que después puedes poner la última proyección, la que tú elijas.
-          Lo pensaré, buscaré algo inolvidable entonces. Gracias.
Colgó el teléfono con los dedos temblorosos, ya no distinguía la emoción de los efectos secundarios de la vejez. Una última vez…
No pudo dormir las dos noches siguientes, su cabeza era un continuo rollo de película que se proyectaba rapidísimo, como si de una comedia se tratase.
Se encerró en la madrugada del tercer día con el inventario de películas que existían desde el inicio de aquel cine. Repasó títulos pensando en qué podría entusiasmarle a la gente, a niños y mayores, a cinéfilos y simples mortales. Y recordó la frase de su mentor “cuando creas que el cine no puede sorprenderte dale una oportunidad a aquella cinta a la que nunca dedicarías tres minutos”. Antonio había sido muy especial en sus elecciones, de hecho había desechado decenas de películas por no verse del todo bien, por no tener una temática atractiva o simplemente por títulos inexpresivos o duraciones exageradas. Recordó la dichosa caja y su manía de no tirar nada. Siempre había defendido que desprenderse de las cosas de forma física es un  gesto muy feo hacia las personas que lo crearon, las que volcaron su interés e ilusión en construir una idea. Recordaba la expresión de su mujer al hablar de este tema y sonreía.
Allí estaba la caja, debajo del cementerio de butacas pendientes de reparación. Algo de humedad la había alcanzado y las esquinas estaban carcomidas, esperaba que no todo se hubiera estropeado. La abrió con la misma ilusión de cuando era niño y preguntaba aquello de: ¿somos todos grises mamá? Como las películas, y si somos grises porque me veo los zapatos azules.
De las que se habían salvado a la humedad, títulos decepcionantes: “Vacaciones en familia”, “El arte del remo”, “Animales bellos”, “Veinte maneras de cocinar bacalao”, cinco cintas sin nombre y un sinfín de rollo de película ajado y descolorido.
Quiso darle una oportunidad a “Animales bellos”, un documental antiguo de corta duración podía ser agradable para los asistentes, mejor que “El arte del remo”. Puso el rollo a proyectar, sólo sonido de agua, como de las olas llegando a la orilla de una playa, se abrió por fin la imagen. Si, era una playa y una mujer caminando a lo lejos con un sombrero inmenso y un bonito vestido hasta los pies. Llevaba las sandalias en la mano y jugaba con el devenir de las débiles olas. El título no podía estar bien. En ese momento una voz familiar, relatando la escena, como una voz en off que solo podía salir de la cabeza de Antonio, ¡era el viejo loco que le enseñó todo lo que sabía sobre el cine! Imposible, pero increíblemente cierto cuando apareció en la pantalla.
-          Antonio, me alegro de que le hayas dado una oportunidad a esta vieja cinta sobre animales bellos. Ya sabes que el cine nunca dejará de sorprenderte si tu quieres. Entiendo que has llegado al final de tu camino. Quiero que conozcas a alguien.
La cámara se acercaba lentamente a aquella mujer del sombrero, ella saludaba con la mano y sonreía con una sonrisa que no era de este mundo. Antonio casi se cae de la butaca, era Ava Gardner y le estaba guiñando un ojo.
-          Ya te dije que el apodo se lo puse yo. Eras muy pequeño para entenderlo. Ahora no tengas miedo, es la magia del cine. Al final del camino todos podemos ser inmortales y vivir eternamente en blanco y negro. Los recuerdos no se borran, nada se olvida, solo cambia de color…
A medida que la luz que indicaba que la proyección estaba en marcha se iba debilitando los párpados de Antonio iban cediendo. Una sonrisa se le dibujó lenta y plácidamente en la boca y pensó en Ava y en un nuevo viaje y todo se tornó deliciosamente gris…

"Aquí 
en esta orilla blanca 
del lecho donde duermes 
estoy al borde mismo 
de tu sueño. Si diera 
un paso mas, caerla 
en sus ondas, rompiéndolo 
como un cristal. Me sube 
el calor de tu sueño 
hasta el rostro. Tu hálito 
te mide la andadura 
del soñar: va despacio. 
Un soplo alterno, leve 
me entrega ese tesoro 
exactamente: el ritmo 
de tu vivir soñando. 
Miro. Veo la estofa 
de que está hecho tu sueño. 
La tienes sobre el cuerpo 
como coraza ingrávida. 
Te cerca de respeto. 
A tu virgen te vuelves 
toda entera, desnuda, 
cuando te vas al sueño. 
En la orilla se paran 
las ansias y los besos: 
esperan, ya sin prisa, 
a que abriendo los ojos 
renuncies a tu ser (...)

LUIS CERNUDA


* Pintura de Vladimir Kush

2 comentarios:

  1. Es -o era- un relato para un concurso.

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  2. Era era querido amigo, tu olfato literario no tiene límites :)
    Gracias por leer

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