lunes, 23 de enero de 2012

Interminable lunes

Aquí sigo, sentado o más bien abandonado en mi butacón en el cuarto de estar, absorto en la contemplación de la pared, pero sobretodo en ella, en aquella mancha roja, brillante, amenazadora y burlona.
Tengo la desagradable sensación de que las campanadas del reloj coinciden con los latidos de mi corazón, una tras otra y así unas “cien horas por minuto”. Ya no me tiembla la mano, mi brazo izquierdo se mantiene rígido con el codo bien colocado en el apoya brazos de este butacón. Los dedos de mi mano a la altura de mis labios; mientras, el brazo derecho se mueve maquinalmente suministrándole nicotina y cerillas al izquierdo, formándose así una curiosa conversación entre ambos. Podría calcular el tiempo que llevo aquí sentado por la cantidad de colillas que adornan el horrible cenicero de mi mesilla.
Recuerdo vívidamente el día en el que compré ese cenicero. Claudia y yo pasábamos unos días con los amigos de la universidad en el sur. Corríamos por la calle porque Claudia había visto algo que le había llamado la atención y si Claudia se impresionaba arrastraba a todo el mundo con ella, entonces lo vimos, en una pequeña calle había un espectáculo de malabares, nada del otro mundo, pero había bastante gente congregada alrededor. Nos acercamos al círculo, Claudia sonreía y tocaba palmas, era feliz con poco en aquella época. Cuando nos íbamos para regresar al hotel nos encontramos con uno de los niños que daba brincos en el espectáculo callejero, el pícaro se paró a pedirnos dinero y nos arrastró con él a un pequeño puesto de souvenirs, cestas, pañuelos, ceniceros, mecheros, dedales y demás porquería útil para quedar bien con los amigos y las vecinas de tu madre a la vuelta de las vacaciones. Claudia se empeñó en comprar algo para ayudar a aquel señor y su elástico hijo, y escogió el cenicero más horrible de todo el puesto, tenía una especie de pajarillos diminutos incrustados en los bordes de la cerámica, parecía más un bebedero que un cenicero. A Claudia le gustaban las cosas llamativas y no hubo más remedio que comprarlo.
-    Tú no fumas y tus padres lo dejaron hace siglos, ¿para qué quieres un cenicero? Sabes que yo odio el tabaco.
-    Es  para tu nuevo piso, quedará bien en la sala de estar, siempre te acordarás de este día. La verdad es que el cenicero es horrible ¿no crees?
Me lo enseñaba por el camino al hotel y se reía, no podía parar de reírse mientras me miraba, yo la contemplaba y supongo que me reía también porque el cenicero está en mi mesilla y desde luego nunca olvidé ese momento.
He encontrado las fotos de la graduación, Claudia estaba preciosa. Un vestido rosa por encima de la rodilla, ceñido a su fantástica cintura y de tirantes, su pelo castaño, su sonrisa pícara, sus ojos inmensos…
Nunca estuve tan enamorado como aquel día. Nuestros años de universidad acababan y allí estábamos, sin saber que pasaría mañana y sin importarnos lo más mínimo. Fue un día genial. Carmen, Alfonso, Luis, Antonio, Ester… y tantos recuerdos que atesoro de aquellos años. Esa noche bebí demasiado, lo pienso ahora y recuerdo vívidamente como Claudia se marchó del último bar llorando, a sentarse en una acera. Tuvimos un enfado estúpido pero ella siempre se ponía en el extremo, muy dramática. Recuerdo que Alfonso salió a consolarla e intentó pegarme. No recuerdo que impulsó a mi mejor amigo a esa circunstancia, el alcohol nos pudo a todos, pero Alfonso era tan pacífico…
Compartimos piso un par de años, luego no debimos hacer las cosas bien porque hace tres años que no puedo acariciar su pelo, ni agarrar su cintura, ni responder a sus miradas.
Pasé varios meses sin localizarla, sabía que estaba en la ciudad porque me lo dijo Carmen. Me dejó un domingo por la tarde, el lunes siguiente se hizo interminable y parece que desde entonces no ha dejado de ser lunes. Pasé largos meses sin entender muy bien por qué había destruido todo lo bueno que me rodeaba, sin entender por qué Claudia no estaba en mi cama cada mañana.
No recuerdo mucho más de aquellos días, ya no me duele sentir que no está. La vida sigue a pesar de todo. Miro la mancha roja en la pared, no recuerdo cómo ha podido suceder, me duele la cabeza, se doblegan mis párpados al cansancio.
He tenido un sueño horrible, Claudia volvía a casa después de tanto tiempo, a recoger unas cajas con sus cosas: pendientes, un cepillo del pelo, un pijama y varios zapatos. Me dijo que estaba con él, Alfonso fue algo más que un paño de lágrimas durante estos últimos tres años. Un dolor insoportable invadió mi cabeza, un calor indescriptible me subía por el pecho. Me enfadé demasiado y peleamos junto al sofá; la mesilla con el cenicero y un abre cartas, luego confusión, un grito desesperado y mi corazón saliendo por la ventana. Respiraba acelerado, sentía que se terminaba aquel lunes desesperante y eterno. Claudia doblaba su cintura dejándose vencer por el peso de su cuerpo, parpadeaba lentamente mirándome a los ojos, yo respondía a su mirada atónito, queriendo asirla por la cintura para levantarla del suelo, pero no podía tocarla, mis manos se paraban ante su cuerpo y un peso enorme empujaba mi cabeza hacia abajo, mis piernas temblaban y mi cuerpo irremediablemente caía rendido en el butacón…
Abro los ojos, todo ha pasado y ya no me duele la cabeza, el sudor frio recorre mi frente. Ha sido horrible aquel sueño, una pesadilla. Ahora miro la foto de la graduación, veo a Alfonso sonriente junto a ella y yo a su lado hinchado de felicidad. Dejo la foto bajo aquel cenicero horrible y miro la pared, allí está aquella mancha… me palpitan las sienes y vuelvo la mirada tras el butacón, asoma un brazo blanco y perfecto, inerte y frágil, a un metro de distancia el abrecartas, rojo ahora como aquella mancha brillante, amenazadora…

1 comentario:

  1. Una vez más, mirada diferente; brillante interpretación de una realidad que la mayoría vemos en una sola dirección.
    Relato digno, como casi todos, de ocupar sitio ya en una estantería.

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