martes, 2 de octubre de 2012

Compases de una obsesión




Nunca olvidaré aquella tarde, sonaba a marcha funeraria y fue el punto y aparte de mi vida. Sol en la ventana, cuarenta grados de temperatura  en mi corazón, lágrimas en los ojos de mi madre, fuego puro en los de mi padre. No llegué a comprender entonces donde estaba la línea que separa el orgullo de la decepción pero por primera vez en  mi vida eso era lo que menos me importaba. Iba a irme de ese agujero de aire limpio para ocupar mi lugar en otro más grande y viciado, repleto de pasiones humanas.
Alfonso se quedó con las tierras de labranza e hizo realidad su sueño, ya no sería nunca más el segundón de la familia. De alguna forma le hice un favor, eliminando así años de malas caras y frases poco afortunadas entre dientes, esto me hacía sentir mejor. Como en una melodía perfectamente acompasada puse mis pies fuera del pueblo y comencé a caminar…
Han  pasado dos años y si bien el magnífico sueño de libertad ha perdido intensidad siento que cada día puede ser mejor. El conservatorio ocupa casi todo mi tiempo y cuando no dedico mi alma a la música estoy entregado al trabajo. No es el mejor trabajo del mundo pero me ayuda a vivir. Helados, cafés, y mi especialidad, combinar sabores para inventar nuevos deleites. Odio el helado pero siento la satisfacción en mi paladar cuando la gente los prueba.  Mi jefe me aprecia, se nota, sabe que mis pretensiones a corto plazo no superan el mostrador y que no le dejaré en un buen tiempo.
No tengo edad para salir con los chavales del conservatorio, a los treinta y tantos me horroriza no estar a la altura de la fauna nocturna, creo que para eso también hay que estar preparado. Llevo dos meses sin saber nada de mi familia, mi madre me llama a escondidas, no habla mucho pero a mí me vale. Hay resentimientos que duran toda la vida, el piano de la casa de tía Manuela tuvo la culpa, -aporrearlo durante horas suponía un reto- Cuando se acercaba la hora de volver a casa, recogía más rápido que mi padre, le dejaba pensando en las labores del día siguiente y yo me escapaba a casa de Manuela, abandonada hacía años y recién heredada por mi madre. Así, desempolvaba las teclas de vez en cuando, le quitaba las telarañas a mis ilusiones y me dejaba llevar; a veces lento, a veces rápido, a veces solo lo observaba durante interminables minutos que sonaban bien pero no llegaban a decir nada. La urgencia aplastaba mis ganas, los gritos de mi padre alentaban mis escapadas, cada vez más constantes, cada vez más ensayadas.  Me di cuenta de lo mucho que amaba aquel instrumento cuando tapiaron las ventanas de la casona. No hubo manera de entrar. Algunas noches pegaba la oreja a los inmensos muros y sentía las notas salir de aquel piano, me consolaba con los acordes que él y yo conocíamos y así manteníamos interminables conversaciones. Luego, pasaron los años y las notas se convirtieron en compases maquinales a ritmo de la azada, hasta aquella tarde y después, todo cambió.

            Adagio
La observo cada día, me alegra su forma de remover el azúcar en el café con leche de las once de la mañana, y los jueves en el de las cuatro de la tarde. Su “gracias” y “hasta luego” es pura música para mis oídos, pero es una melodía confusa, cargada de notas que se elevan y chocan y se desvanecen.  Su voz es el festival del ritmo, ni grave ni estridente; sus manos, instrumentos de finas cuerdas esperando ser tocadas por un maestro…   
            Andante
He observado algo muy curioso en su forma de andar, camina de forma meticulosa, como si contase los pasos que debe dar entre cada acera, cada cruce y cada marca del cemento en el suelo. Cuando se va de la heladería por las mañanas retrocede hacia la calle de las librerías a comprar el pan en el obrador, después regresa y pasa por delante de la heladería, una vez más y vuelve a caminar de la misma forma. Estoy seguro de que si contase los pasos que da en este trayecto siempre saldrían los mismos. Tiene manías, es tan humana, tan frágil, tan delicada. Sus pasos son como una melodía tranquila, repetitiva, cargada de continuidad y sabiduría. Todo rima, no deja lugar a la improvisación, solo he de repetir las mismas notas, contarlas y volver a empezar. Es como un principio, ella camina y arranca mis ganas, mi piano hace lo propio y se deja llevar tras sus pies.
            Moderato
Creo que debo componer una melodía, que sea sólo mía, que muestre mi carácter, que sea él quien cuente mi historia. No puedo pensar en otra cosa que no sea la desconocida del café con leche. No conozco su nombre, ni a qué dedica las veintidós horas restantes  en que mis ojos no pueden contar sus pasos. Tengo su imagen en la mente y los lentos compases con que acompaña sus caminatas, los repito cada día frente a él, eso forma parte de mi vida, empezaré por ahí.
            Allegro
Hoy se ha tomado dos cafés, uno tras otro y verla remover el azúcar en dos ocasiones me ha arrancado una sonrisa que ha llamado su atención. Me ha mirado de soslayo, esbozando una mueca que no podría calificarse como un gesto ni demasiado amable ni demasiado alegre, pero me ha mirado y es una satisfacción casi tan grande como llegar a casa y escuchar lo que él tiene preparado para mí.
La urgencia de las once de la mañana  representada en el fluir de la cucharilla y la rapidez con la que pasa las páginas del periódico me dieron ayer un momento magnífico en mi composición. Me llena el corazón acariciar el piano mientras brotan notas con su nombre, con su cadencia y sabor.
Sabe dulce y fácil, como un helado de frambuesa con un leve toque de nata y caramelo. Fácil para el paladar de cualquiera, menos para el mío, que no me gusta el helado y disfruto de sus matices a través de la boca de otros. Así fue, ayer era café para dos y sus manos tocaron sus finas cuerdas; y sus labios probaron la frambuesa que no me gusta y sin embargo saboreo como mía. Y una vez más sentí que ni si quiera había probado tal sabor en la vida, que era imposible saber si realmente no me gustaba por no haberlo apreciado alguna vez y esa cobardía me pudo y él me lo reprochó abandonándome.
Las horas que sucedieron a este momento son enormes silencios cargados de incertidumbre. El silencio me pudo, arrebató los compases de mis horas, me sumergió en los compases de las suyas y no hubo nada. Miré dentro de esos instantes y no encontré nada.
Vivace 
Él me ha pedido que lo acabe, que acabe la melodía que empecé, con ella o sin ella, siento que estoy en el punto álgido de mis ideas. El silencio precedió este instante en el que me sumo a mis más altas expectativas.
Mi jefe me ha dado unos días libres, cree que los necesito, lo ha dicho muy convencido y la verdad es que todavía no sé lo que es tomarme un descanso. Cree que no estoy bien de salud, yo pienso que nunca he podido estar mejor. Horas y más horas, intento no pensar en aquel sabor que nunca fue mío, en sus manías al andar y las siete veces que mueve la cucharilla a la derecha y  dos a la izquierda, en esas cadencias estúpidas de su voz al dar los buenos días, en la sonoridad de sus “hasta luego”, siempre los mismos, monótonamente estudiados, continuados y aprendidos. No puedo pensar en tantos errores para hacer lo que debe ser perfecto, él no se conforma con menos, le debo tanto…
No necesito dormir mucho, no me conviene un alma adormecida. Tengo todo lo que quería contar en este teclado, líneas inmensas de mi propia historia y de la suya, una tras otra, sin descanso ni sosiego. Se eleva mi mente cuando las repito una y otra vez, él no se cansa quiere más, me pide aquello que sabe que deseo darle y yo no bajo la guardia.
Presto
¡Si!, era ella, estoy convencido. Ya no cuenta sus pasos al andar, camina al compás de aquel que domina sus horas. No se fija en las líneas del suelo para repetir meticulosamente sus caminatas, solo le mira a los ojos y ríe, y lo hace con tal fuerza que me perfora los oídos. Su risa me hace mal, me duele no poder captar esas notas estridentes en mis manos, no puedo, pero soy un maestro digno de las suyas. Un gran maestro. Yo se lo cuento y él le da la forma, el sentido de una melodía que no tiene fin. Al contrario de cuando ponía la oreja en los fríos muros de la casa de la tía Manuela, ahora podemos tocarnos dándonos un poco de todo lo que estos años nos había estado privado. Me siento vivo y ya lo puedo terminar. Necesito el colofón final, el estruendo de todos los compases que pensé para ella brotando a la vez, pura energía y belleza máxima, algo incomparable.
Prestíssimo
Ya no es una melodía, es una explosión de sentimientos, de pasión, del ardor de las notas que luchan por salir, y me ganan y le ganan alegre de dejarles vencer. He vencido, ha vencido y sus manos inertes acarician sin querer las teclas de mi otra mitad. Ya no remueven el café, ni sus labios saborean la dulzura de la frambuesa, ni la de aquellos otros labios indignos de este momento.  Esas son las últimas notas de su melodía, tenía que ser así, ella debía tocarle y cerrar este procesión incesante de compases y silencios… un sacrificio menor para tan grande melodía. Cojo sus manos y las aparto de él, están frías, hemos terminado, ahora lento, lento otra vez…

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