Nunca
olvidaré aquella tarde, sonaba a marcha funeraria y fue el punto y aparte de mi
vida. Sol en la ventana, cuarenta grados de temperatura en mi corazón, lágrimas en los ojos de mi
madre, fuego puro en los de mi padre. No llegué a comprender entonces donde
estaba la línea que separa el orgullo de la decepción pero por primera vez
en mi vida eso era lo que menos me
importaba. Iba a irme de ese agujero de aire limpio para ocupar mi lugar en
otro más grande y viciado, repleto de pasiones humanas.
Alfonso
se quedó con las tierras de labranza e hizo realidad su sueño, ya no sería
nunca más el segundón de la familia. De alguna forma le hice un favor,
eliminando así años de malas caras y frases poco afortunadas entre dientes,
esto me hacía sentir mejor. Como en una melodía perfectamente acompasada puse
mis pies fuera del pueblo y comencé a caminar…
Han pasado dos años y si bien el magnífico sueño
de libertad ha perdido intensidad siento que cada día puede ser mejor. El
conservatorio ocupa casi todo mi tiempo y cuando no dedico mi alma a la música
estoy entregado al trabajo. No es el mejor trabajo del mundo pero me ayuda a
vivir. Helados, cafés, y mi especialidad, combinar sabores para inventar nuevos
deleites. Odio el helado pero siento la satisfacción en mi paladar cuando la
gente los prueba. Mi jefe me aprecia, se
nota, sabe que mis pretensiones a corto plazo no superan el mostrador y que no
le dejaré en un buen tiempo.
No
tengo edad para salir con los chavales del conservatorio, a los treinta y
tantos me horroriza no estar a la altura de la fauna nocturna, creo que para
eso también hay que estar preparado. Llevo dos meses sin saber nada de mi
familia, mi madre me llama a escondidas, no habla mucho pero a mí me vale. Hay
resentimientos que duran toda la vida, el piano de la casa de tía Manuela tuvo
la culpa, -aporrearlo durante horas suponía un reto- Cuando se acercaba la hora
de volver a casa, recogía más rápido que mi padre, le dejaba pensando en las
labores del día siguiente y yo me escapaba a casa de Manuela, abandonada hacía
años y recién heredada por mi madre. Así, desempolvaba las teclas de vez en
cuando, le quitaba las telarañas a mis ilusiones y me dejaba llevar; a veces
lento, a veces rápido, a veces solo lo observaba durante interminables minutos
que sonaban bien pero no llegaban a decir nada. La urgencia aplastaba mis
ganas, los gritos de mi padre alentaban mis escapadas, cada vez más constantes,
cada vez más ensayadas. Me di cuenta de
lo mucho que amaba aquel instrumento cuando tapiaron las ventanas de la casona.
No hubo manera de entrar. Algunas noches pegaba la oreja a los inmensos muros y
sentía las notas salir de aquel piano, me consolaba con los acordes que él y yo
conocíamos y así manteníamos interminables conversaciones. Luego, pasaron los años
y las notas se convirtieron en compases maquinales a ritmo de la azada, hasta
aquella tarde y después, todo cambió.
Adagio
La
observo cada día, me alegra su forma de remover el azúcar en el café con leche
de las once de la mañana, y los jueves en el de las cuatro de la tarde. Su
“gracias” y “hasta luego” es pura música para mis oídos, pero es una melodía
confusa, cargada de notas que se elevan y chocan y se desvanecen. Su voz es el festival del ritmo, ni grave ni
estridente; sus manos, instrumentos de finas cuerdas esperando ser tocadas por
un maestro…
Andante
He
observado algo muy curioso en su forma de andar, camina de forma meticulosa,
como si contase los pasos que debe dar entre cada acera, cada cruce y cada
marca del cemento en el suelo. Cuando se va de la heladería por las mañanas
retrocede hacia la calle de las librerías a comprar el pan en el obrador,
después regresa y pasa por delante de la heladería, una vez más y vuelve a
caminar de la misma forma. Estoy seguro de que si contase los pasos que da en
este trayecto siempre saldrían los mismos. Tiene manías, es tan humana, tan
frágil, tan delicada. Sus pasos son como una melodía tranquila, repetitiva,
cargada de continuidad y sabiduría. Todo rima, no deja lugar a la
improvisación, solo he de repetir las mismas notas, contarlas y volver a
empezar. Es como un principio, ella camina y arranca mis ganas, mi piano hace
lo propio y se deja llevar tras sus pies.
Moderato
Creo
que debo componer una melodía, que sea sólo mía, que muestre mi carácter, que
sea él quien cuente mi historia. No puedo pensar en otra cosa que no sea la
desconocida del café con leche. No conozco su nombre, ni a qué dedica las veintidós
horas restantes en que mis ojos no pueden
contar sus pasos. Tengo su imagen en la mente y los lentos compases con que
acompaña sus caminatas, los repito cada día frente a él, eso forma parte de mi
vida, empezaré por ahí.
Allegro
Hoy
se ha tomado dos cafés, uno tras otro y verla remover el azúcar en dos
ocasiones me ha arrancado una sonrisa que ha llamado su atención. Me ha mirado
de soslayo, esbozando una mueca que no podría calificarse como un gesto ni
demasiado amable ni demasiado alegre, pero me ha mirado y es una satisfacción
casi tan grande como llegar a casa y escuchar lo que él tiene preparado para
mí.
La
urgencia de las once de la mañana
representada en el fluir de la cucharilla y la rapidez con la que pasa
las páginas del periódico me dieron ayer un momento magnífico en mi
composición. Me llena el corazón acariciar el piano mientras brotan notas con
su nombre, con su cadencia y sabor.
Sabe
dulce y fácil, como un helado de frambuesa con un leve toque de nata y
caramelo. Fácil para el paladar de cualquiera, menos para el mío, que no me
gusta el helado y disfruto de sus matices a través de la boca de otros. Así
fue, ayer era café para dos y sus manos tocaron sus finas cuerdas; y sus labios
probaron la frambuesa que no me gusta y sin embargo saboreo como mía. Y una vez
más sentí que ni si quiera había probado tal sabor en la vida, que era
imposible saber si realmente no me gustaba por no haberlo apreciado alguna vez
y esa cobardía me pudo y él me lo reprochó abandonándome.
Las
horas que sucedieron a este momento son enormes silencios cargados de
incertidumbre. El silencio me pudo, arrebató los compases de mis horas, me
sumergió en los compases de las suyas y no hubo nada. Miré dentro de esos
instantes y no encontré nada.
Vivace
Él
me ha pedido que lo acabe, que acabe la melodía que empecé, con ella o sin
ella, siento que estoy en el punto álgido de mis ideas. El silencio precedió
este instante en el que me sumo a mis más altas expectativas.
Mi
jefe me ha dado unos días libres, cree que los necesito, lo ha dicho muy
convencido y la verdad es que todavía no sé lo que es tomarme un descanso. Cree
que no estoy bien de salud, yo pienso que nunca he podido estar mejor. Horas y
más horas, intento no pensar en aquel sabor que nunca fue mío, en sus manías al
andar y las siete veces que mueve la cucharilla a la derecha y dos a la izquierda, en esas cadencias estúpidas
de su voz al dar los buenos días, en la sonoridad de sus “hasta luego”, siempre
los mismos, monótonamente estudiados, continuados y aprendidos. No puedo pensar
en tantos errores para hacer lo que debe ser perfecto, él no se conforma con
menos, le debo tanto…
No
necesito dormir mucho, no me conviene un alma adormecida. Tengo todo lo que
quería contar en este teclado, líneas inmensas de mi propia historia y de la
suya, una tras otra, sin descanso ni sosiego. Se eleva mi mente cuando las
repito una y otra vez, él no se cansa quiere más, me pide aquello que sabe que
deseo darle y yo no bajo la guardia.
Presto
¡Si!,
era ella, estoy convencido. Ya no cuenta sus pasos al andar, camina al compás
de aquel que domina sus horas. No se fija en las líneas del suelo para repetir
meticulosamente sus caminatas, solo le mira a los ojos y ríe, y lo hace con tal
fuerza que me perfora los oídos. Su risa me hace mal, me duele no poder captar
esas notas estridentes en mis manos, no puedo, pero soy un maestro digno de las
suyas. Un gran maestro. Yo se lo cuento y él le da la forma, el sentido de una
melodía que no tiene fin. Al contrario de cuando ponía la oreja en los fríos
muros de la casa de la tía Manuela, ahora podemos tocarnos dándonos un poco de
todo lo que estos años nos había estado privado. Me siento vivo y ya lo puedo
terminar. Necesito el colofón final, el estruendo de todos los compases que
pensé para ella brotando a la vez, pura energía y belleza máxima, algo
incomparable.
Prestíssimo
Ya
no es una melodía, es una explosión de sentimientos, de pasión, del ardor de
las notas que luchan por salir, y me ganan y le ganan alegre de dejarles
vencer. He vencido, ha vencido y sus manos inertes acarician sin querer las
teclas de mi otra mitad. Ya no remueven el café, ni sus labios saborean la
dulzura de la frambuesa, ni la de aquellos otros labios indignos de este
momento. Esas son las últimas notas de
su melodía, tenía que ser así, ella debía tocarle y cerrar este procesión
incesante de compases y silencios… un sacrificio menor para tan grande melodía.
Cojo sus manos y las aparto de él, están frías, hemos terminado, ahora lento,
lento otra vez…

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