
Mario no podía creer que su familia se hubiera vuelto a marchar a la finca sin él, a pasar el día, como cada mes. Siempre que se comportaba mal, su padre, un estricto militar del Régimen, le dejaba en casa con su nana, Manuela.
A veces no se acordaba de las cosas que hacía, seguramente entraría en la sala y rompería alguna figurita que con tanto celo su madre coleccionaba, o quizás molestaría a su padre desordenándole algún papel del escritorio del despacho, sin duda Mario pensó que debió ser eso.
Estaba enfadado pero rápidamente abandonó esta sensación y comenzó a pensar que sería un día estupendo, él solo en la gran casa sin tener a su molesta hermana detrás todo el tiempo, persiguiéndole en sus andaduras.
Se levantó del incómodo diván de la sala principal, se sentía confuso y un poco mareado, pero esto no le extrañó porque siempre se encontraba algo enfermo, a veces incluso perdía el conocimiento, luego le dolía la cabeza y no se acordaba de algunas cosas insignificantes.
Caminó hacia el corredor de entrada y fijó su mirada instintivamente en el gran espejo que presidia la estancia, estaba cubierto de una gran capa de polvo, no podía adivinar su rostro debajo de tanta porquería. Le extrañó este detalle pero al instante recordó que la criada estaba de permiso unos días.
Se dirigió escaleras arriba, casi a tientas, la casa se encontraba extrañamente oscura, sin duda Manuela cerraría todas las contraventanas para no despertarle. La buena de Manuela, tan paciente siempre con sus travesuras, estaría en las cocinas preparando la cena o en el corral atendiendo a los animales.
Prosiguió su camino, al final del gran pasillo de la primera planta divisó a puerta doble tras la cual se encontraba el imponente despacho de su padre; a Mario esta estancia le encantaba precisamente porque nunca le dejaban entrar.
Tocó el pomo de la puerta, estaba cubierto de polvo al igual que el espejo del corredor y pensó que la criada no podría prolongar durante más tiempo su permiso. Entró en el despacho y respiró una bocanada de aire viciado y polvoriento, fijó entonces su mirada en las grandes cabezas de ciervos y otras piezas que decoraban macabramente la pared del fondo. Su padre, gustaba de compartir las partidas de cacería con el Generalísimo y esas piezas significaban para él “pequeños reconocimientos a su valor y entrega por la Patria”, Mario nunca entendió bien a qué se refería con todo eso.
Recorrió rápidamente con la mirada las estanterías repletas de libros, a penas penetraba la luz entre las rendijas de la persiana, pero no quería hacer nada porque sin duda su padre se habría dado cuenta y el castigo sería ejemplar.
Se sentó en la gran butaca de piel tras el escritorio, le recorrió por todo el cuerpo un escalofrío de excitación, esperaba que su familia regresase tarde de la finca para poder campar a sus anchas por aquella estancia. Revolvió los papeles cuidadosamente ordenados de la mesa, cartas, notificaciones, listados de personas, papeleo incomprensible para un niño de trece años.
Intentó abrir el primer cajón del escritorio, estaba cerrado como de costumbre, pero Mario sabía bien que su padre escondía la llave bajo un cajita de puros, en la mesa de los licores; cogió la pequeña llave y abrió el cajón en busca de algo con que satisfacer su curiosidad, encontró alguna cajita de perdigones y unos impresos con una foto familiar, su foto. Sacó cuidadosamente los papeles del cajón, en ellos figuraban sus datos y sobre la foto un membrete que rezaba: Hospital de Salud Mental “Hijas de la caridad”.
De repente Mario sintió una presión extrañamente familiar en el pecho, sus muñecas ardían, estaba atemorizado, si le diera uno de sus ataques no podría moverse de la silla, su padre le encontraría horas más tarde en el despacho y el castigo sería ejemplar.
Recordó los consejos del Doctor Cipriano, trató de respirar pausadamente y de fijar su mirada en un punto concreto, las horrendas cabezas de las paredes solo conseguían aumentar su pánico. De repente escuchó unas voces, pasos firmes en el portalón de entrada a la casa y el sonido del motor de un coche. Sin apenas fuerzas inclinó su cuerpo hacia el gran ventanal y por las rendijas divisó a varios hombres vestidos con batas blancas, un estruendo atroz anunciaba su entrada en la casa y todo se sumió en la oscuridad.
Mario abrió los ojos, le dolía horriblemente la cabeza, un calor molesto recorrió sus muñecas, intentó moverse pero las cintas de la camilla no se lo permitieron.
La puerta de aquella habitación fría y sorprendentemente luminosa estaba entreabierta, al otro lado de ella un hombre con bata blanca, en perfecta armonía con su cabello cano, y gesto grave mantenía conversación con una enfermera, menuda y chillona. El Doctor Cipriano, así rezaba la identificación que prendía de su bolsillo, le explicaba a la enfermera los riesgos que entrañaban para el centro que el paciente Mario Tejedor se escapase en esas condiciones.
Mario hizo un esfuerzo por elevar su cabeza y se vio reflejado en el cristal de la puerta, el cristal le devolvió la mirada, sus ojos no eran los de un niño de 13 años, por un instante que le pareció eterno sintió miedo, frío y una soledad absoluta…
La enfermera entró en la habitación o en aquel cubículo carente de calidez humana que era lo más parecido a una habitación, se aproximó a la camilla y le dio un pequeño sorbo de un vaso, el agrio líquido le produjo una arcada y en ese instante recordó todas las noches en las que la buena de Manuela le daba una dosis con un sabor muy similar, casi siempre cuando su padre le regañaba por una de sus travesuras.
Toda la claridad de aquel cubículo tornó en oscuridad para Mario, cayó en un profundo sueño, soñó que su hermana corría tras él por el largo pasillo hacia el despacho prohibido de su padre…
A veces no se acordaba de las cosas que hacía, seguramente entraría en la sala y rompería alguna figurita que con tanto celo su madre coleccionaba, o quizás molestaría a su padre desordenándole algún papel del escritorio del despacho, sin duda Mario pensó que debió ser eso.
Estaba enfadado pero rápidamente abandonó esta sensación y comenzó a pensar que sería un día estupendo, él solo en la gran casa sin tener a su molesta hermana detrás todo el tiempo, persiguiéndole en sus andaduras.
Se levantó del incómodo diván de la sala principal, se sentía confuso y un poco mareado, pero esto no le extrañó porque siempre se encontraba algo enfermo, a veces incluso perdía el conocimiento, luego le dolía la cabeza y no se acordaba de algunas cosas insignificantes.
Caminó hacia el corredor de entrada y fijó su mirada instintivamente en el gran espejo que presidia la estancia, estaba cubierto de una gran capa de polvo, no podía adivinar su rostro debajo de tanta porquería. Le extrañó este detalle pero al instante recordó que la criada estaba de permiso unos días.
Se dirigió escaleras arriba, casi a tientas, la casa se encontraba extrañamente oscura, sin duda Manuela cerraría todas las contraventanas para no despertarle. La buena de Manuela, tan paciente siempre con sus travesuras, estaría en las cocinas preparando la cena o en el corral atendiendo a los animales.
Prosiguió su camino, al final del gran pasillo de la primera planta divisó a puerta doble tras la cual se encontraba el imponente despacho de su padre; a Mario esta estancia le encantaba precisamente porque nunca le dejaban entrar.
Tocó el pomo de la puerta, estaba cubierto de polvo al igual que el espejo del corredor y pensó que la criada no podría prolongar durante más tiempo su permiso. Entró en el despacho y respiró una bocanada de aire viciado y polvoriento, fijó entonces su mirada en las grandes cabezas de ciervos y otras piezas que decoraban macabramente la pared del fondo. Su padre, gustaba de compartir las partidas de cacería con el Generalísimo y esas piezas significaban para él “pequeños reconocimientos a su valor y entrega por la Patria”, Mario nunca entendió bien a qué se refería con todo eso.
Recorrió rápidamente con la mirada las estanterías repletas de libros, a penas penetraba la luz entre las rendijas de la persiana, pero no quería hacer nada porque sin duda su padre se habría dado cuenta y el castigo sería ejemplar.
Se sentó en la gran butaca de piel tras el escritorio, le recorrió por todo el cuerpo un escalofrío de excitación, esperaba que su familia regresase tarde de la finca para poder campar a sus anchas por aquella estancia. Revolvió los papeles cuidadosamente ordenados de la mesa, cartas, notificaciones, listados de personas, papeleo incomprensible para un niño de trece años.
Intentó abrir el primer cajón del escritorio, estaba cerrado como de costumbre, pero Mario sabía bien que su padre escondía la llave bajo un cajita de puros, en la mesa de los licores; cogió la pequeña llave y abrió el cajón en busca de algo con que satisfacer su curiosidad, encontró alguna cajita de perdigones y unos impresos con una foto familiar, su foto. Sacó cuidadosamente los papeles del cajón, en ellos figuraban sus datos y sobre la foto un membrete que rezaba: Hospital de Salud Mental “Hijas de la caridad”.
De repente Mario sintió una presión extrañamente familiar en el pecho, sus muñecas ardían, estaba atemorizado, si le diera uno de sus ataques no podría moverse de la silla, su padre le encontraría horas más tarde en el despacho y el castigo sería ejemplar.
Recordó los consejos del Doctor Cipriano, trató de respirar pausadamente y de fijar su mirada en un punto concreto, las horrendas cabezas de las paredes solo conseguían aumentar su pánico. De repente escuchó unas voces, pasos firmes en el portalón de entrada a la casa y el sonido del motor de un coche. Sin apenas fuerzas inclinó su cuerpo hacia el gran ventanal y por las rendijas divisó a varios hombres vestidos con batas blancas, un estruendo atroz anunciaba su entrada en la casa y todo se sumió en la oscuridad.
Mario abrió los ojos, le dolía horriblemente la cabeza, un calor molesto recorrió sus muñecas, intentó moverse pero las cintas de la camilla no se lo permitieron.
La puerta de aquella habitación fría y sorprendentemente luminosa estaba entreabierta, al otro lado de ella un hombre con bata blanca, en perfecta armonía con su cabello cano, y gesto grave mantenía conversación con una enfermera, menuda y chillona. El Doctor Cipriano, así rezaba la identificación que prendía de su bolsillo, le explicaba a la enfermera los riesgos que entrañaban para el centro que el paciente Mario Tejedor se escapase en esas condiciones.
Mario hizo un esfuerzo por elevar su cabeza y se vio reflejado en el cristal de la puerta, el cristal le devolvió la mirada, sus ojos no eran los de un niño de 13 años, por un instante que le pareció eterno sintió miedo, frío y una soledad absoluta…
La enfermera entró en la habitación o en aquel cubículo carente de calidez humana que era lo más parecido a una habitación, se aproximó a la camilla y le dio un pequeño sorbo de un vaso, el agrio líquido le produjo una arcada y en ese instante recordó todas las noches en las que la buena de Manuela le daba una dosis con un sabor muy similar, casi siempre cuando su padre le regañaba por una de sus travesuras.
Toda la claridad de aquel cubículo tornó en oscuridad para Mario, cayó en un profundo sueño, soñó que su hermana corría tras él por el largo pasillo hacia el despacho prohibido de su padre…
esa blanki!!!! muy bueno! el final me gusta mucho jejej!!!
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