
*Con la Tierra Prometida se abre el rincón de condimentos de este blog. 1er premio del concurso de relatos de la Universidad Europea Miguel de Cervantes en 2010.
El viento frío, salado, le azota en la cara; Amadou encoge sus piernas, aún más, contra su pecho. Intenta preservar el poco calor de su cuerpo y se arrima más a Karime; Karime, así se llama el muchacho que viaja a su lado, o al menos eso cree, pues le pareció escuchar ese nombre en una conversación antes de embarcar.
El oleaje es fuerte, y a Amadou le recorre un escalofrío por todo el cuerpo, el mismo escalofrío que sintió en Nouakchott, en el puerto, dos noches antes al embarcar, o quizás hacía ya tres noches.
Piensa en Nouakchott, aquella fue la primera vez que visitó la capital de su país, Mauritania, de hecho nunca había visto nada que no fuera Boutilimit, su población natal. Amadou piensa en ambas ciudades y no le parecen tan diferentes, ambas están repletas de problemas, de gente hambrienta, de necesidad.
Amadou se entretiene fijando su mirada en las personas que le acompañan; le llama la atención un pequeño hombre, de avanzada edad, que se encuentra delante de él, en el extremo izquierdo de la embarcación; es el más mayor de los que allí se encuentran, le parece extraño que un hombre tan mayor arriesgue su vida de aquella manera.
Karime, a su lado, tose; a veces tose muy fuerte, otras solo carraspea mientras duerme. Amadou cree que a Karime le vendría muy bien un poco de té con menta, como el que preparaba su madre cuando estaba enfermo. El mismo té con menta que su madre le daba a su hermana, la pequeña Khalida, aunque de nada le sirvió para sobrevivir a la malaria.
Amadou siempre pensaba en ella, tenía muchos hermanos pero Khalida siempre fue frágil y enfermiza. Khalida significa “inmortal”, y para Amadou eso es lo que ella era en su corazón, una pequeña estrella inmortal.
Recuerda ahora el llanto de su madre cuando la pequeña se fue, y también la expresión imperturbable de su padre, ni una lágrima, ni una palabra, nada. La misma expresión de frialdad e indiferencia que puso cuando Amadou se atrevió a insinuarle que quería irse lejos para poder ayudar a su familia.
Amadou apoya su cabeza en Karime, le vence el sueño, el cansancio, pero es imposible descansar en aquel reducido espacio. La embarcación no es como había imaginado, en principio preparada para solo seis personas, albergada ahora a diecisiete almas.
Avanza la noche, el mar les concede una tregua, el fuerte viento se convierte en una ligera brisa y ya no parece tarea imposible abrir los ojos. Un cielo maravilloso, repleto de estrellas, se extiende sobre ellos, Amadou apenas puede apreciarlo, le duele demasiado el cuerpo, está cansado y se siente tan solo... rodeado de tantas personas y tan solo.
La tristeza invade a Amadou, el hambre lo consume y le asalta un recuerdo, un olor, la última comida de su madre; aquella noche que se antoja ya tan lejana, el sabor de esa última comida, a escondidas, antes de partir; y el sabor de las lágrimas de su madre al abrazarla, saladas como el mar que ahora le castiga.
Amadou fija su mirada de nuevo en aquel pequeño hombre que descansa delante de él en la embarcación, cae en la cuenta de que hace días, no sabe cuántos, que mantiene esa misma posición. Amadou ya no lo observa con inquietud ni sorpresa, sabe que probablemente esté muerto, pero a nadie le importa.
Intenta frotarse los doloridos ojos, pero sus manos no pueden moverse, el dolor ya no es tan fuerte, porque apenas siente nada. Su cuerpo parece estar a la deriva, como aquella embarcación, lejos de su casa, lejos de comprender ahora porque está haciendo todo esto. Amadou ya no se siente solo, se siente confuso, no entiende porque tanto dolor, no comprende porque Khalida no está a su lado, jugando mientras su madre prepara té. Amadou piensa en Nouakchott, pero no entiende bien porque, él no conoce nada más que su ciudad, Boutilimit, de donde nunca salió.
De repente, alguien grita, Karime se agita y Amadou abre bien los ojos, está amaneciendo, a lo lejos se aprecia una porción de tierra, “la tierra prometida”. Parece que lo han conseguido, unos ríen, otros hacen gestos porque apenas pueden hablar, el pequeño hombre que Amadou observaba sigue sin moverse.
La luz del día se hace más intensa, Amadou mira al horizonte, allí está el destino final de aquella odisea, sonríe débilmente pero sus ojos se cierran, la luz desaparece poco a poco, ya no siente dolor, Amadou se va lejos, descansa, vuelve a casa…
El viento frío, salado, le azota en la cara; Amadou encoge sus piernas, aún más, contra su pecho. Intenta preservar el poco calor de su cuerpo y se arrima más a Karime; Karime, así se llama el muchacho que viaja a su lado, o al menos eso cree, pues le pareció escuchar ese nombre en una conversación antes de embarcar.
El oleaje es fuerte, y a Amadou le recorre un escalofrío por todo el cuerpo, el mismo escalofrío que sintió en Nouakchott, en el puerto, dos noches antes al embarcar, o quizás hacía ya tres noches.
Piensa en Nouakchott, aquella fue la primera vez que visitó la capital de su país, Mauritania, de hecho nunca había visto nada que no fuera Boutilimit, su población natal. Amadou piensa en ambas ciudades y no le parecen tan diferentes, ambas están repletas de problemas, de gente hambrienta, de necesidad.
Amadou se entretiene fijando su mirada en las personas que le acompañan; le llama la atención un pequeño hombre, de avanzada edad, que se encuentra delante de él, en el extremo izquierdo de la embarcación; es el más mayor de los que allí se encuentran, le parece extraño que un hombre tan mayor arriesgue su vida de aquella manera.
Karime, a su lado, tose; a veces tose muy fuerte, otras solo carraspea mientras duerme. Amadou cree que a Karime le vendría muy bien un poco de té con menta, como el que preparaba su madre cuando estaba enfermo. El mismo té con menta que su madre le daba a su hermana, la pequeña Khalida, aunque de nada le sirvió para sobrevivir a la malaria.
Amadou siempre pensaba en ella, tenía muchos hermanos pero Khalida siempre fue frágil y enfermiza. Khalida significa “inmortal”, y para Amadou eso es lo que ella era en su corazón, una pequeña estrella inmortal.
Recuerda ahora el llanto de su madre cuando la pequeña se fue, y también la expresión imperturbable de su padre, ni una lágrima, ni una palabra, nada. La misma expresión de frialdad e indiferencia que puso cuando Amadou se atrevió a insinuarle que quería irse lejos para poder ayudar a su familia.
Amadou apoya su cabeza en Karime, le vence el sueño, el cansancio, pero es imposible descansar en aquel reducido espacio. La embarcación no es como había imaginado, en principio preparada para solo seis personas, albergada ahora a diecisiete almas.
Avanza la noche, el mar les concede una tregua, el fuerte viento se convierte en una ligera brisa y ya no parece tarea imposible abrir los ojos. Un cielo maravilloso, repleto de estrellas, se extiende sobre ellos, Amadou apenas puede apreciarlo, le duele demasiado el cuerpo, está cansado y se siente tan solo... rodeado de tantas personas y tan solo.
La tristeza invade a Amadou, el hambre lo consume y le asalta un recuerdo, un olor, la última comida de su madre; aquella noche que se antoja ya tan lejana, el sabor de esa última comida, a escondidas, antes de partir; y el sabor de las lágrimas de su madre al abrazarla, saladas como el mar que ahora le castiga.
Amadou fija su mirada de nuevo en aquel pequeño hombre que descansa delante de él en la embarcación, cae en la cuenta de que hace días, no sabe cuántos, que mantiene esa misma posición. Amadou ya no lo observa con inquietud ni sorpresa, sabe que probablemente esté muerto, pero a nadie le importa.
Intenta frotarse los doloridos ojos, pero sus manos no pueden moverse, el dolor ya no es tan fuerte, porque apenas siente nada. Su cuerpo parece estar a la deriva, como aquella embarcación, lejos de su casa, lejos de comprender ahora porque está haciendo todo esto. Amadou ya no se siente solo, se siente confuso, no entiende porque tanto dolor, no comprende porque Khalida no está a su lado, jugando mientras su madre prepara té. Amadou piensa en Nouakchott, pero no entiende bien porque, él no conoce nada más que su ciudad, Boutilimit, de donde nunca salió.
De repente, alguien grita, Karime se agita y Amadou abre bien los ojos, está amaneciendo, a lo lejos se aprecia una porción de tierra, “la tierra prometida”. Parece que lo han conseguido, unos ríen, otros hacen gestos porque apenas pueden hablar, el pequeño hombre que Amadou observaba sigue sin moverse.
La luz del día se hace más intensa, Amadou mira al horizonte, allí está el destino final de aquella odisea, sonríe débilmente pero sus ojos se cierran, la luz desaparece poco a poco, ya no siente dolor, Amadou se va lejos, descansa, vuelve a casa…
Pues aquí está mi primera entrada en el blog. Un poco de sal. Como no podía ser de otra manera lo inauguro con mi relato ganador, hasta ahora el único :) ¡Va por tí Amadou!
ResponderEliminarEspero que os guste
uoooooooo, que bonitoo!! grande Amadou!!
ResponderEliminarvaya historia, vale su peso en oro, ya lo sabes!!
y lo proximo el planeta, pasando por varios reconocimientos anteriores claro está.
un honor ser el primero en escribir en el blog! que responsabilidad!! aunque espero que sea el primero de muchos!!
mucha suerte en tu nueva aventura!!
bstss!!
Un relato corto, que además abarca un período de tiempo que, al menos a, los "niños del mundo occidental" se nos hace corto. Para ellos, esa gente que día a día se juega la vida por "la tierra prometida", seguro que es un espacio de tiempo largo, inmenso, interminable. Amadou y todos lo suqe vuelven y han vuelto a casa...después de esa experiencia, allá donde estén...se sentirán identificados con los sentimientos que tú, has sabido plasmar de una forma tan sutil de una experiencia que debe de ser tan desagradable.
ResponderEliminarP.D. Una sintaxis envidiale...